Su cuerpo se siente unificado, seguro, controlar sus movimientos le produce placer porque es él quien decide cómo, es él que al sentirse libre puede manifestar sus movimientos sin ataduras, sin imposiciones.
Sus ojos siguen a sus manos, que se dirigen hacia ese objeto colorido que tanto le gusta,
una mezcla de entusiasmo y ansiedad lo mueven para poder tomarlo; y la sonrisa se esboza en su rostro otra vez.
Su espalda se apoya sobre el piso cálido y firme, sus pies se enfrentan a sus ojos, sus manos los toman, al mismo tiempo acompaña ese movimiento con balbuceos que llenan el espacio de alegría y tanquilidad.
De costado, de panza, los movimientos se suceden armónicamente.
Distendido se enfrenta a nuevos desafíos con el espacio y con el tiempo, con los objetos y con los demás niños.
Y para renovar sus entusiasmo busca la mirada del adulto, para sentirse cuidado, para sentirse reconocido, y así sus movimientos se cargan de significado.
De repente se inquieta, demanda la presencia del adulto, quien comprende el llamado, lo asiste, se acerca, le pregunta, se entrecruzan miradas, palabras y balbuceos.
El adulto lo levanta suavemente, sobre el cambiador revisa su pañal, él se alegra... sabe que la demanda de ser higienizado ha sido comprendida.
El adulto también se siente alegre porque ese diálogo los reconforta a ambos.
La mano, la mirada y la palabra del adulto permiten que su cuerpo se sienta cuidado y respetado.
Y así, con alegría, vuelve al juego, donde la apasionante manía de conocer y descubrir lo cautivan nuevamente.